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miércoles, 28 de marzo de 2012

Máximo y mínimo, Máxima y mínima - Por Eduardo Anguita


Los jóvenes que de a miles iban juntos a la Plaza de Mayo el sábado 24 o que se expresaron en miles de actos públicos en todo el país, nacieron después del fin de la dictadura, y la mayoría no tienen familiares directos que hayan participado de la política de aquellos años.
Una máxima del tratamiento de las noticias es hacer hasta el más mínimo esfuerzo para obtener la verdad. Es decir, un máximo de concentración para no tener la más mínima tentación de caer en el oportunismo y la falsedad. Está claro que, cuando se trata de la opinión, un género demasiado abusado del periodismo, las mínimas subjetividades pueden abrir puertas que provoquen debates máximos.
Pues bien, si nos situamos en el género noticioso, el de la proximidad al rigor informativo, despojado de preconceptos, es dable observar que la prensa del establishment comete las máximas aberraciones. Por ejemplo, cuando habla de la princesa Máxima (de la Casa Real de Holanda), no tiene la más mínima intención de hablar de Jorge, su padre.
Porque Jorge Zorreguieta era miembro de la Sociedad Rural Argentina en 1975 y fue uno de los principales organizadores de la pata empresarial del golpe de marzo de 1976. Fue un máximo exponente de esa mínima porción de la sociedad que era dueña de la Argentina. Impulsor de la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (Apege) que de permanente no tuvo nada.
Se creó en agosto de 1975, cuando los jefes militares Agosti, Videla y Massera se reunieron con su jefe económico Martínez de Hoz y este puso en marcha la maquinaria empresarial. Mientras Zorreguieta fue secretario de Agricultura de la dictadura tuvo participación en la desaparición de personas. El caso que lo involucró directamente fue el de Marta Sierra, una trabajadora del INTA, un organismo que dependía de ese ministerio.
El padre de Máxima no tuvo la más mínima posibilidad de ir al casamiento de su hija en Holanda, aunque los medios del establishment se ocupan de no hacer la más mínima mención de que la poderosa familia Blaquier, que había albergado al jerarca de la dictadura en el Centro Azucarero Argentino, decidió dejarlo sin ese lugar de máxima exhibición ante los empresarios.
Esos mismos medios, cuando se trata de Máximo Kirchner, en más de una oportunidad, lo mencionan como el hijo de la Reina Cristina, sin hacer la más mínima mención de que es miembro de la real casa (sin mayúsculas) del 54% de los votos populares; es decir, el máximo caudal de la historia de la recuperación de la democracia. El gran problema, para esos medios, es que Máximo es joven y es hijo de Néstor y Cristina. Y, encima, ¡quiere perpetuar el poder K! Pero llegamos a una máxima paradoja. Si les ponemos nombre a esos medios que hacen de una historia que podría ser mínima pero que pretenden explotar al máximo, vamos a encontrar a La Nación, Clarín y Perfil.
Pues bien, desde hace 20 años, el director en funciones de La Nación es Bartolomé Mitre. Ya cumplía funciones ejecutivas en La Nación en 1976, cuando se consumó el golpe de Estado. En ese momento, el director era su padre, también Bartolomé Mitre, bisnieto del Bartolomé Mitre que había fundado el diario. Este Bartolomé Mitre encabezó las actividades que permitieron consumar la apropiación ilegal de Papel Prensa junto a Héctor Magnetto, que lo hacía por Clarín. ¿Qué edad tenía el contador Magnetto? ¡32 años! Una edad mínima para esa máxima responsabilidad si nos guiáramos por los parámetros de juventud que estimulan a los editores de La Nación y Clarín para juzgar a Máximo K, que tiene 35 años, y sus mínimos adláteres de La Cámpora, que fluctúan entre los 25 y los 41 años.
¿Y Jorge Fontevecchia, director de Perfil y amargado por la juventud de quienes están progresando en funciones electivas y directivas de la Argentina? Pues bien, Jorge F. tenía 21 años cuando fundó Editorial Perfil, nada menos que de la mano de su padre. Un dato mínimo: se trataba del año 1976 y estaban alistados en la transformación de la Argentina que debía costar miles y miles de víctimas. Es decir, este último caso reúne todos los males que él delata: empezó muy joven, de la mano de su padre, y desde entonces se perpetuó como empresario editorial, en cuyas empresas ejerce el noble oficio de escribir sin que nadie pueda controlar sus artículos. Una ventaja que no tienen el resto de los redactores de los medios de su propiedad. La juventud
Estos medios de comunicación tienen mucha publicidad orientada a hacer creer a personas de más de 40 años que son jóvenes. Las mujeres mayores ven avisos de ropa que podrían regalarles a sus hijas adolescentes pero que compran para ellas. Los señores adultos ven unas zapatillas deportivas propias de la hora de educación física que compran (o compramos) a precios insólitos para hacer running o training o simplemente para sentarse a comer un asado, pero con una sensación fantástica de juventud. Es decir, vivimos una sociedad en la que una porción importante vive sobreestimulada para comprar y comprar.
Qué mejor que el mito de la eterna juventud para que los adultos y adultas (no todos y no todas) saquen su plata del bolsillo. Pero ese es el negocio de los anuncios comerciales. El irlandés George Bernard Shaw acuñó una serie de frases inteligentes que perduran. Decía, ¡ah, el periodismo, eso que se escribe a los costados de los anuncios publicitarios! Esas páginas de apariencia no publicitaria están tan cargadas de ideología como las otras, pero en estas campañas de descubrir jóvenes camporistas por todos lados, algunos nos quieren hacer creer que unos señores o señoras de más de 25 años deben ser incluidos en las listas de incapaces, mientras que en el aviso del costado una señora o un señor de más de 50 debe sentirse tremendamente joven. Eso sí, para gastar plata.
El tema de fondo lo tienen bien claro los dueños de estos medios que son gente sumamente inteligente pero que conciben sus medios como “productos” comerciales e ideológicos y no como espacios de verdades y de debates. En realidad, lo que está pasando en la Argentina es que hay una serie de generaciones jóvenes que quedaron aplastadas con la idea de participación política. Pero no en el sentido de formar parte de elencos de gobierno, sino de la política como herramienta de participación y, sobre todo, de transformación de una sociedad todavía muy injusta y bastante pacata. Y eso, que constituía una de las joyas de la corona autoritaria y herencia dictatorial, se está quebrando a una velocidad vertiginosa. Estos medios pretenden asociar el fenómeno de participación juvenil con el gen montonero o frases por el estilo.
Nada más errado –al menos desde el punto de vista de quien escribe estas líneas– que pensar que hay una suerte de mandato de una generación revolucionaria que ahora debe ser completado. Los jóvenes que de a miles iban juntos a la Plaza de Mayo el sábado 24 o que se expresaron en miles de actos públicos en todo el país, nacieron después del fin de la dictadura, y la mayoría no tienen familiares directos que hayan participado de la política de aquellos años. Es más, muchos de ellos –o ellas– deben tener tíos o abuelos o padres que fueron militantes y que aún guardan silencio de su vida de aquellos tiempos. Estos jóvenes no son el resultado de la resistencia a una dictadura o la lucha contra la proscripción.
Muchos de ellos estudian todavía con currículas o con libros de texto que no son tan distintos de los de años de neoliberalismo. Eso sí, tienen un contacto directo con maestros que sí les dan elementos para pensar. Y todavía es muy difícil establecer fechas y motivos para entender algo que ya es un fenómeno social. Es posible que, tentativamente, puedan tomarse dos momentos de altísimo impacto en la salida de los jóvenes a los espacios públicos que no fueran sólo deportivos o de festivales musicales: los actos multitudinarios del Bicentenario y el acompañamiento masivo en el velorio de Néstor Kirchner.
Y los inquieta algo más. Que estos jóvenes, realmente jóvenes, que ven a sus madres recibiendo la Asignación Universal por Hijo o llevando a sus casas las computadoras que reparte la ANSES o que empiezan a ver que el trabajo no es una utopía sino algo que se puede obtener, tomen el rumbo de los militantes de La Cámpora, del Movimiento Evita o de Kolina, por citar algunas agrupaciones llenas de jóvenes encuadrados en la política.
Les preocupa sobremanera que esta etapa de afirmación de la política como herramienta de transformación sea apropiada por los más jóvenes. Porque, claro, buceando hacia el pasado, esos jóvenes van a poder entender qué hacía cada quien en los sucesivos golpes de Estado y en los momentos de entrega del país y qué hacían quienes lucharon para lograr una sociedad justa e igualitaria. 

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