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domingo, 16 de diciembre de 2012

Álvarez Bravo o cómo explicar la revolución a un chico de 10 años


Manuel Álvarez Bravo, Sed pública, México, 1935.
Manuel Álvarez Bravo camina por la calle de tierra detrás de ese chico de, ¿cuánto, 9, 10 años?, y se pregunta cómo explicarle la revolución. Cómo explicarle, piensa, el largo letargo de tres décadas y media protagonizado por Porfirio Díaz desde 1876, las siete reelecciones sin posibilidad de voto, el 40 por ciento de las tierras mexicanas en manos de 480 hacendados, la ignorancia. Cómo explicarle, piensa mientras camina detrás de ese chico, la miseria de millones de campesinos; el capitalismo controlando los ferrocarriles, las minas, el petróleo, las ganas, la tristeza, los derechos sociales, la vida. Cómo explicarle a ese chico que no le pertenece ni siquiera el polvo que levantan sus pies descalzos por la calle de tierra. Piensa, Manuel Álvarez Bravo, la Rolleiflex colgando de su cuello, el calor empapando su camisa, en 1910: la excarcelación de Francisco Madero, el candidato opositor a la tiranía de Díaz. Piensa en el llamado a la rebelión, en el sur que escucha a Emiliano Zapata y el norte que sigue a Pancho Villa. Piensa que ese chico de 9 o 10 años no puede saber que hace 24 el tirano renunció y se fue a la casa matriz europea, que la Constitución de 1857 volvió a brillar y con ella brilló el voto popular. Piensa que ese chico está muy lejos de entender que popular no fue pueblo, que los esfuerzos para distribuir la tierra entre los trabajadores quedaron en esfuerzos. Piensa que ese chico debe seguir mirando los ojos de fuego de Villa y de Zapata en esas fotos que sus padres colgaron como en un altar. Piensa que es muy difícil de explicarle a ese chico de 9 o 10 años que hubo jornada laboral de 8 horas y que hubo indemnización por accidentes de trabajo y que hubo libertad de creencias y que hubo reforma agraria y nacionalización del petróleo. Y que todo eso que no se puede explicar duró nada, porque los asesinatos siguieron, porque los gobiernos cambiaron de mano, porque los poderosos se disfrazaron para pasar desapercibidos y porque las calles de tierra –tierra caliente, pedregosa, eternamente ajena– siguen quemando los pies descalzos como los suyos.
Manuel Álvarez Bravo, la Rolleiflex colgando de su cuello, camina por la calle de tierra detrás de ese chico de 9 o 10 años y se sigue preguntando cómo explicarle la revolución en la que alguna vez creyó y que no fue.
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Cuando Manuel nació, el 4 de febrero de 1902, su padre –Manuel Álvarez García– trabajaba como profesor de secundaria en la ciudad de México y despuntaba el vicio de la fotografía. De la mano de su padre aprendió que la muerte podía ser retratada en las batallas callejeras que interrumpían las clases y los rezos de las escuelas católicas en las que estudiaba y de las que era puntualmente expulsado por sus actitudes irreverentes. No hizo falta mucho para que unos años después abandonara el colegio y se pusiera a trabajar: era moneda corriente en el México de 1915 que le peleaba al hambre para sacudírsela de encima. De Manuel a Manuel pasó la cámara en préstamo. Y de padre a hijo pasó el cuarto oscuro de la casa paterna para que Manuel, con 13 años, diera vida a sus primeros daguerrotipos mientras trabajaba de cadete en el Departamento del Tesoro mexicano. Ese mismo cuarto oscuro donde su padre había pegado un pedazo de papel blanco arriba de la luz roja con una verdad de letras garabateadas: “Hay tiempo”. Pensó un segundo apenas en estudiar contaduría, pero declinó de inmediato y, por las noches, comenzó a estudiar música y literatura en la Academia de San Carlos.
México, en 1920, tenía la verdad en la mano. Y Manuel Álvarez Bravo era un joven mexicano de 18 dispuesto a comerse el mundo. La burguesía, pensaba Manuel y muchos Manueles más, se derrumbaba. México de 1920 era un espectáculo recién estrenado donde el mundo miraba cómo se destronaba lo autoritario. La Primera Guerra Mundial había terminado y la Revolución Rusa había sacudido todos los cimientos. Pero México nacía de la mano de los pobres, de aquellos que ponían en marcha su propia fórmula. Y Manuel creía en la unión, por fin, de arte y política. Allí estaban los grandes maestros: Hugo Brehme (con su estudio en la avenida Cinco de Mayo Nº 27, donde asistía cotidianamente) y Edward Weston. Allí está su primer paso por el pictorialismo y su profunda negativa posterior, cuando descubre que eso que hace es "nada más que una imitación de la pintura" y quema todo su trabajo. Y allí están José Clemente Orozco, Diego Rivera, Frida Kahlo. El estallido de la estética modernista de la mano de Albert Renger-Patzsch con su simplificación y sus imágenes limpias de todo ornamento. En los ojos de Dolores Martínez de Anda, Lola, descubre el amor. Y enamorado compra su primera cámara.
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Cuando el fotógrafo norteamericano Edward Weston expuso el 12 de abril de 1924 una serie de fotografías con tema industrial en el Café de Nadie, Manuel comprendió que algo había comenzado. Estuvo esa noche de la Velada Estridentista, junto a las decenas de artistas experimentales que veían en México el lugar donde todo nacía. Esa misma noche, Manuel conoció también a la italiana Tina Modotti, que había llegado dos años atrás y colaboraba en el periódico El Machete, órgano del Partido Comunista.
Son de la partida, eternos, gritones, un paso adelante de todo, Diego Rivera y Pablo O’Higgins. La idea es mostrar las raíces mexicanas dejando atrás todos los límites del documentalismo. Van por las calles de la ciudad abarrotándose de imágenes y dejando las suyas propias. Forman el paisaje siendo paisaje, fundan la tradición siendo la tradición. Manuel, que quemó todo, lo fotografía todo. Con la urgencia de quienes saben que todo puede terminar de un momento a otro, México pasa por su cámara. Los que ven su material, lo asemejan al trabajo de Weston. Todos, menos un francés que, de visita en México, mira y sabe mirar: "No los comparen, es inútil. Manuel es el verdadero", dice Henri Cartier-Bresson.
Más allá de esa urgencia, Manuel no abandona la certeza que su padre había colgado arriba de la luz roja del cuarto oscuro de su casa: "Hay tiempo". Sólo que ese tiempo se le transforma en "otro tiempo". Ya no se trata de tener paciencia sino de afirmar lo absoluto. Sabe que quienes pretendan detener algo con una cámara se equivocarán por completo. Caminando, recorriéndolo todo, se va transformando en la presencia de lo que es con tanta fuerza presente como futura. Deja de lado la luz como instrumento y la suplanta por el tiempo. Es el que muestra la otredad de una manera profunda, con todas sus altisonancias, libre. Pero esa libertad le duele.
Le duele cuando hace foco en la mexicanidad. Le duele cuando retrata un colchón enrollado haciendo frente a las naturalezas muertas de Weston y Modotti. Le duele cuando encuadra perfecto a un campesino (la ropa blanca de los campesinos, los pies rugosos de los campesinos, el sombrero ancho de los campesinos, la bolsa de palma de los campesinos colgando de su hombro) que no lo mira y apoya su espalda contra la pared. Le duele ese hombre que parece decirle "usted puede sacar todas las fotos que quiera, don, a nadie le importa". Le duelen algunas muertes de sus compañeros. Le duele la totalmente falsa acusación gubernamental contra Tina Modotti por el intento de asesinato del presidente. Le duele la cárcel de su amiga y de sus muchos amigos. Le duele la expulsión de Tina del país. Le duele esa cámara que Modotti le deja como símbolo de algo que está por terminar cuando él sigue creyendo que hay tiempo. Le duele seguir trabajando solo. Le duele captar cómo la tierra –caliente, pedregosa, eternamente ajena– absorbe la sangre de un obrero huelguista asesinado. Le duele, pero no baja su cámara.
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Camina detrás de ese chico de 9 o 10 años y es 1935. No puede explicarle a ningún chico qué es la revolución porque ni él mismo sabe muy bien qué es. Camina y el polvo que levantan los pies descalzos del chico de 9 o 10 años que sigue le trae el recuerdo de lo mucho caminado. No le importa saber hacía dónde va ese chico. Sólo sabe que va. Y eso le basta. Es un chico vestido como un campesino mayor, el mismo blanco de los campesinos sin tierra. Se dice a sí mismo: "El arte siempre me interesó. Viví con la ilusión de que la fotografía fuera el medio de expresión artística más simple. Después de muchos caminos, sé que finalmente encontré mi camino". No dice que se lo señalan los pies descalzos de ese chico de 9 o 10 años, vestido de blanco como los campesinos. No dice que se lo señala esa tierra caliente, pedregosa, eternamente ajena que quema los pies del chico de 9 o 10 años que sigue. Ve al chico que se detiene frente a la fuente destrozada de una calle y se encarama a ella para tomar el agua que de allí corre de nuevo hacia la tierra. Ve la pared de adobe desconchado, ve la luz recortando la imagen, ve el pie descalzo aferrándose a la nada que proporciona la fuente rota. Y sabe, Manuel, que nunca podrá explicarle qué es la revolución.

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