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domingo, 16 de diciembre de 2012

Doscientos mil garimpeiros en Serra Pelada y la cámara de Sebastião Salgado



El escritor Miguel Briante contaba, mientras pasaba de un bolsillo al otro las monedas con las cuales llevaba la cuenta de los whiskies que tomaba “para que ningún otario que me crea en pedo quiera pasarme”, que en Francia existía una tienda por excelencia donde los artistas plásticos compraban sus pinturas. Allí, los vendedores –expertos, cancheros, sabedores de todas las trampas más una más– mostraban al interesado una carpeta para que eligieran qué comprar. Allí, en las páginas, se alineaban miles y miles de manchas de diversos colores y ninguna palabra. Cuando el pintor señalaba con el dedo el color elegido, el vendedor –adiestrado a la perfección– lo nombraba y, también, nombraba los colores situados en las cercanías del seleccionado: tres a la derecha, tres a la izquierda. Al escuchar los nombres, era regla general que el artista modificara el color a llevar. Allí, en ese preciso instante de la historia, Briante miraba a los ojos del que lo escuchaba y, de forma inexorable, pedía otra ronda de whisky mientras, sonriente, hurgaba en el bolsillo por otra moneda para espantar cualquier posible trapisonda de algún mozo avivado. Doce años después de la muerte de Briante, en 2007, el investigador francés Michel Pastoureau demuestra que esa tienda sigue en pie y en las preferencias de los artistas. Allí, escribe Pastoureau en su libroDiccionario de los colores, “el nombre pronunciado por el vendedor tiene un poder de evocación tan fuerte que cambia la percepción del cliente respecto de los diferentes tonos presentes en el muestrario”.
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Pará es el segundo estado de Brasil en superficie. Tiene poco más de 550 kilómetros de costa abierta al Atlántico y, aunque sus primeros habitantes nunca lo supieron, ni jamás les hizo falta para vivir en paz, Francia entra dos veces en su territorio. Cuando llegaron los portugueses, en su voracidad peninsular de creerse descubridores, lo llamaron Feliz Lusitãnia, asombrados por su selva exuberante donde se perdían las tribus originarias, escapando de aquellos seres que hablaban un idioma tan extraño como su vestimenta. En 1616, a orillas de la bahía de Guajará, en el estuario que forman los ríos Tocantins y Pará, en el sitio conocido como Cidade das Mangueiras por la jungla de mango que la rodeaba, fundaron Forte do Presépio, lo que muchos años después sería, y continúa siendo, la ciudad de Belém. Pero antes, a principios del siglo XVI, las invasiones eran moneda corriente. Y las tribus escaparon, nuevamente selva adentro, de otros seres extraños de idioma y vestimenta. Holandeses e ingleses llegaban para ocupar territorios en busca de especias.
Allí robaron granos de pimienta y semillas de urucum, un fruto útil para cocinar, para teñir y para protegerse del sol brutal de esas tierras. Allí conocieron también el árbol de guaraná, y de él extrajeron semillas, y, de las semillas machacadas, un polvo estimulante que potenciaba, aún más, sus instintos bestiales.
Ya con dominio portugués, el siglo XVII llegó con dos dictados importados para los esclavizados de la región: la agricultura y la ganadería. A látigo y palazo, a vejación y garrote, fueron torcidos hacia la labranza y hacia la adoración de un dios que les exigía, entre innumerables y notables sacrificios, aplaudir la unión de dos capitanías, Maranhão y Grão Pará. Los esclavos no debían comprender para qué, no hacía falta. En 1774, con el mismo ímpetu que la creó, el poder deshizo esa integración latigueando y apaleando, vejando y garroteando, por las dudas, a las tribus. Cuando, en 1821, los portugueses peleaban su revolución constitucionalista en Europa, los esclavos de Pará se alzaron en consonancia contra el poder imperial. En nombre de la civilización fueron nuevamente reprimidos. Y fueron reprimidos cuando se negaban a seguir muriendo en la explotación del caucho a fines del siglo XIX. Y reprimidos otra vez a mediados del siglo XX cuando pedían alguna mejora, mínima, mientras caían destrozados por las condiciones inhumanas de las minas de hierro. Entonces, algunos miles de ellos, decidieron ser sus propios esclavizadores y mostrar sus íntimas bestialidades. Garimpeiros, se llamaron: buscadores a tiempo completo de oro y piedras preciosas sin importar cómo ni dónde. Garimpeiros: a todo o nada por una migaja de fortuna que sale de sus manos pero nunca llega a sus manos.
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En 1944, un 8 de febrero, nació Sebastião Ribeiro Salgado en Aimorés, en el estado de Minas Gerais, en Brasil. A los 16, junto a sus padres, se mudó a Vitoria. Allí terminó la secundaria y arrancó la universidad. Siempre quiso ser economista. A los 23, se enamoró perdidamente de Lélia Deluiz Wanick, una morocha que miraba brillando y brillando se atrevía a mirar de frente aquello ante lo que buena parte de la sociedad le decía que debía bajar la vista. Casi de inmediato Sebastião supo que esa morocha sería la mujer con la que se casaría. Juntos siguieron sus estudios en Sao Paulo, juntos se mudaron a París y después, juntos, se fueron a Londres. Sebastião paró la olla con su trabajo de economista en la Organización Internacional del Café. Pero la morocha ya le había metido ese brillo en la mirada. Y, mirando, volvieron en 1973 a París, donde él abandonó la economía y abrazó la cámara fotográfica por la cual continuaría espiando el mundo. Trabajó freelance y para las agencias Gamma, Sygma, Magnum Photos. Viajó y viajó mirando. Su mirada estaba puesta en los desposeídos de todo el mundo. En las hambrunas y las miserias y los fantasmas y los sueños y las pesadillas de cada pobre. “Quisiera que cada persona que viera una de mis fotos fuera, luego de verla, una persona diferente”, le dijo a la mirada brillante de Lélia. Y, viajando, viajó a su origen.
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Buscando nuevas vetas a explotar, en 1976 un geólogo brasileño descubrió muestras de oro en una de las sierras de los Carajás, al sur del estado de Pará. El Departamento Nacional de Producción Mineral del Brasil, para donde trabajaba el investigador, decidió, en un principio, mantener la noticia en secreto. Pero, América latina al fin, pobreza más pobreza y dictadura tras dictadura, el rumor comenzó a filtrarse al año siguiente. Para octubre de 1977, la propietaria de los derechos de todo lo que hubiera en esas tierras, la Compañía Valle do Rio Doce, admitió la posible existencia de oro. 1979 arrancó con una certeza: en Serra Pelada se encontraba un yacimiento aurífero virgen. Los garimpeiros de todo Brasil buscaron, los ojos frenéticos, las manos sudorosas, la ubicación del paraíso en los mapas. Y empezaron a caminar, arrasando todo lo que se interpusiera entre cada uno de ellos y la fortuna. La escuela de la brutalidad, llevada al paroxismo, genera máquinas de destruir –precisas, desideologizadas, sordas y ciegas ante cualquier sentimiento– que repiten, una y mil veces, todo lo que sufrieron al ser destruidos.
A partir de 1980, 30.000 garimpeiros invadieron Serra Pelada, la mayor explotación de oro a cielo abierto en el mundo. Poco importó que a la brutalidad se sumara otra brutalidad (el 21 de mayo de 1980 el gobierno intervino la zona, poniéndola bajo el control de la Policía Militar que se dedicó, por supuesto, a reprimir): la cifra de garimpeiros se elevó a los 100.000 en poco menos de dos años. El gobierno brasileño, ante el descontrol, emitió un permiso de explotación público para 100 hectáreas de las 10.000 con que contaba la mina de la Valle do Rio Doce. El número de buscadores de oro se duplicó. Y así se produjo la cumbre de la extracción: 13,9 toneladas de oro durante el año 1983. Nadie hacía caso al detalle aportado por los balances de las principales mineras del mundo y que señalaban que se extraen cinco gramos de oro por cada tonelada de tierra y sedimento removido. Entre 1984 y 1986 la producción se mantuvo en 2,6 toneladas por año.
Poco importaba a cada garimpeiro todo aquello que tuvo que arrollar para llegar hasta Serra Pelada, hasta su posibilidad de fortuna. Poco importaban el engaño, la maldad, la muerte que dejaban a su paso. Las historias más excitantes se repetían cada minuto que quedaba libre entre el retumbar de los doscientos mil picos y palas que golpeaban la tierra para quitarle algo. Por ejemplo, la de aquel hombre que había pasado poco menos de veinte meses sin salir del yacimiento, golpeando y golpeando sin fortuna, padeciendo calor y hambre y sueño y trompadas sin ningún resultado hasta que encontró “su” piedra de 8 kilos de oro. La vendió a uno de los tantos capitalistas que revoloteaban al pie del yacimiento. Con el dineral, tomó la primera avioneta para Belén, donde compró camas mullidas, alcohol, confort, mujeres, mundo.
Pero también se repiten los silencios de esas historias. Se repite, por ejemplo, el silencio sobre el mismo hombre de la piedra de 8 kilos que volvió a Serra Pelada a los 20 días, tan pobre como siempre.
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En 1986, los picos de 200.000 garimpeiros y la cámara de Sebastião Salgado se encontraron en Serra Pelada. La elevación que era la sierra se iba transformando, día a día, en un enorme agujero que mostraba las huellas atroces de la extracción. Faltaban allí cientos de kilos de oro, miles de toneladas de tierra y muchas, muchísimas vidas que quedaban en las caídas, en los derrumbes, en las peleas, en las fiebres, en el hambre, en la miseria. Detrás de cada espalda calcinada por un sol implacable y cortada por los raspones de la piedra, había una empresa transnacional que esperaba el negocio. De todos modos, embrutecidos por la historia del despojo, esclavos de miles de amos y de sí mismos, sedientos de una sed que nunca se logra calmar, los miles de garimpeiros seguían subiendo y bajando de la piedra a la piedra en busca de algo a lo que llamar “mío” por un segundo. Así los vio la mirada de Salgado, una mirada que nunca se dejaba acostumbrar, que no permitía no asombrarse, que no pensaba abandonar su profesión de dar testimonio.
En 1990, cuatro años después del encuentro entre los garimpeiros y Salgado, la producción de oro era de menos de 250 kilos anuales. En 1991, ya no quedaba nada. Actualmente, Serra Pelada tiene en el centro un enorme pozo –donde excavaron 200.000 garimpeiros en busca de una libertad imposible– inundado por un lago formado por años y años y años de lluvias.
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“Los dueños de las cosas permiten señalar aquello que los desposeídos desean. Después les dicen el nombre, para que nunca puedan tenerlas”, decía Briante sin dejar de sonreír, luego de pedir otra ronda de whisky y hurgar en el bolsillo en busca de la moneda.

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